четверг, декабря 28, 2006






Vivo en un país distinto en cada estación del año. Del verano al invierno, de la primavera al otoño, la ciudad se convierte, como tocada por la varita mágica de un hada caprichosa, en algo diferente. No sólo cambia el paisaje, la vegetación y los animales que ocasionalmente pueden llegar a verse cerca de las casas, en los jardines o carreteras. También cambia la gente: su humor, su disposición. Si tuviera que escoger una estación para vivir, escogería el otoño: la caída de las hojas de los árboles, la transformación que ocurre frente a nuestros ojos y que podemos contar incluso en minutos, ese movimiento en cámara lenta del que somos testigos, nos da la medida exacta de lo momentáneo que es todo, lo inabarcable, lo indetenible. En otoño aún no hace el frío insoportable que llegará unos meses después, pero ya ha quedado atrás el verano con sus insectos, sus mosquitos. Es una época vivible. La policromía de los árboles es increíble, y tiñe todo de otra dimensión, una especie de pintura dentro de la que vivimos por unas pocas semanas: el otoño es breve, como debe ser todo.
A veces tengo la sensación, en diferentes estaciones, que vivo en una ciudad fantasma. Claro, ésta es una ciudad "de campo". De repente, con bastante frecuencia, la ciudad se deshabita, no sólo con la regularidad de nuestros semestres de cuatro meses, a los que siguen las vacaciones. No. También se deshabita en las tardes, por ejemplo. Es difícil ver a la gente caminando por la calle, más allá del centro de la ciudad, o del mall. En mi calle, si voy caminando a la farmacia, o al café de la esquina, la única caminante seré yo. Y esto provoca la ilusión de tener una ciudad a mi disposición, de ser la única habitante de este lugar. Quizás lo sea, y aún no me he convencido de ello.

среда, декабря 20, 2006


Crecí en un país donde la Navidad estaba oficialmente prohibida. Teníamos juguetes una vez al año: básico, no básico y dirigido -uno mejor, uno regular y uno bastante malo, en este orden-. Para comprar los juguetes asignaban un número a cada familia del barrio, y uno tenía que ir a comprar el día y la hora que le correspondiera a ese número. A mi hermana y a mí siempre nos tocó de los últimos números, por tanto, siempre cogíamos los rastrojos que ya nadie quería. Teníamos, en cambio, muchos libros que nos compraban nuestros padres. Y teníamos un "afuera" donde jugar: nos pasábamos los fines de semana correteando y haciendo excursiones de exploradores a una loma que había detrás de nuestra casa. Entré por primera vez a una iglesia estando ya en la Universidad, cuando fui con un grupo de amigos a oír la Misa del Gallo en la Catedral de La Habana, que oficiaba Monseñor Jaime Ortega. No recuerdo de qué habló Monseñor. Recuerdo, sí, que la Catedral estaba abarrotada, no cabía nadie más. Nosotros apenas nos pudimos acomodar en alguna esquina, apretujados entre tanto asistente. Mi segunda Misa del Gallo, en 1994, en la Iglesia de los Carmelitas, oficiada por el Padre Ramón, cambió el rumbo de mi vida, literalmente. No es que de repente haya descubierto en mí un cristianismo hasta entonces irrevelado. No. Después de esa misa decidí que tenía que irme de Cuba por motivos que no vienen al caso ahora.
Mi infancia alejada de la Navidad no me hizo mejor ni peor que nadie. En términos generales me considero una buena persona. Tal vez si mi familia hubiera sido católica, la ausencia forzada de la Navidad hubiera significado un trauma para mí. Pero ni siquiera mi abuelo Miguel cree en la Navidad. Cuando mi madre y sus hermanos eran pequeños, él siempre les decía que Santa Clauss no existía, que eran los padres quienes compraban los juguetes según tuvieran o no dinero, y los ocultaban para que después los niños creyeran la historia de Santa. Quizás por eso mi mamá entendía el engaño de otros padres, cuando al regresar a clases, los niños más pobres se lamentaban de haberse portado bien todo el año y no haber recibido ningún premio de Santa. Después que salí de Cuba, hace ya algunos años, he celebrado, año tras año, la Navidad: compro regalos, ceno. Sin que esto en realidad signifique mucho para mí, más allá de estar rodeado de gentes que uno quiere. Incluso, he asistido a varias Misas navideñas, que en nada me recordaron aquellas dos a las que asistí en Cuba.
Ahora se acerca la Navidad. Tengo dos hijas, una muy pequeña que aún no sabe de fechas ni vacaciones. Y otra de cinco años, que cree en Santa. En casa tenemos un árbol con muchos regalos debajo -que ella cree que trajo Santa-. A veces me dan deseos de explicarle que nada de eso existe, que somos su papá o yo quienes hemos comprado los regalos, o que sus abuelitos los enviaron desde Chile. Pero tengo miedo romperle una ilusión.

воскресенье, декабря 17, 2006


Hace ya algunos años, durante mucho tiempo, Crimen y castigo, de F. Dostoievski, era para mí "EL LIBRO". Lo había leído hacía tanto que apenas me quedaba de él una sensación: no podía -ni ahora puedo- recordar exactamente la trama, apenas uno que otro nombre de los personajes, como el de Raskolnikov. Pero lo que perduraba en mí era la emoción que sentí mientras lo leía, la manera en que se iba estableciendo una relación entre la historia que se contaba y yo -o tal vez, ahora, debería decir, la forma en que estaba contada la historia-. No recuerdo cuándo fue que lo leí. Tal vez tendría 20 años, tal vez menos. No lo sé. En todo caso hace mucho tiempo. Ahora poseo el libro de nuevo. Lo he bajado en un archivo desde algún lugar de Internet. Resistí -estoicamente, tengo que añadir- la compulsión que padezco ahora de comprar cosas por Internet, sobre todo libros, collares y aretes. Me pasa algo con los libros. Por ejemplo, ahora tengo el archivo de Crimen y castigo -entre otros muchos libros por leer, como los de Bukowski-, y sólo es cuestión de imprimirlos y ya, listos para leer. Pero me da la misma reacción que me dan las comidas congeladas, esas de meter en el microwave y que en cuestión de 10 minutos a lo máximo están sobre tu plato. Falta algo, se pierde en el camino algo de la magia que deben tener todas las cosas, que no es más que el proceso para llegar a ser. Es lo mismo con los archivos de internet, con los libros para imprimir: sé que es el mismo contenido, pero no dan el mismo placer. Al menos a mí. También sucede que con los libros, como con algunas otras cosas materiales, tengo un sentido de posesión física muy grande. Necesito tenerlo ahí, saber que existe físicamente, que ocupa algún espacio de nuestro pequeño apartamento, particularmente atestado de libros. Un amigo me dijo el otro día que estaba leyendo Los hermanos Karamazov -que no he leído nunca- y eso despertó nuevamente en mí el recuerdo de Crimen y castigo. Tengo que releerlo, definitivamente, para ver si provoca en mí una sensación tan fuerte como el recuerdo de la que tengo. Cada vez que uno relee un libro se enfrenta a uno mismo: al que fue cuando leyó ese libro. El encuentro puede ser productivo, supongo. Como decía antes, durante años Crimen y castigo fue "EL LIBRO", y para mí no había nada que lo superara en cuanto a forma de escribir. Recientemente, leí por completo El Quijote. No sólo lo leí, también fui de oyente a un curso sobre él. Y lo leí y estudié para mis exámenes de Maestría -fue una de las preguntas que contesté en el examen correspondiente-. Cuando leí El Quijote, volví a sentir lo mismo: es "EL LIBRO". Una y otra vez me ha estado rondando la misma pregunta: ¿cómo alguien -en este caso, Cervantes, tuvo la lucidez (¿o la locura?) tan grande, tan abarcadora, como para escribir algo así? Puede parecer una autopregunta tonta (la respuesta es muy sencilla: se tiene el talento para hacerlo o no se tiene. Punto) pero el asunto me sigue impresionando mucho.

суббота, декабря 16, 2006


Aunque hace mucho creé este blog, nunca he escrito nada. Todo este tiempo he estado tratando de encontrarle un sentido al uso de los blogs -sí, la tecnología es una cosa posterior a mi adolescencia-, sobre todo cuando visito algunos de conocidos o simplemente me pongo a saltar de uno a otro, para ver de qué hablan -una especie de voyerismo cibernético- y en muchos casos me encuentro con que la gente, amparada detrás del anonimato, aprovecha el espacio para ofender, criticar o denostar a otros, ya sea al propio blogger o a algún visitante o conocido. De todos modos, no creo correr ese riesgo porque dudo que mis visitantes sean muchos -agradecida estaría con que al menos fuera uno-, y tampoco yo me prestaría para ese juego tonto de egos. Supongo, o al menos eso quiero pensar, que estos espacios son creados para compartir, en el buen sentido del término. Así que, sin más, a partir de hoy comienza una nueva etapa para mí: la de blogger.
La foto que verán no tiene que ver con nada. Es sólo que vivo lejos del mar, y sobre todo en invierno, como ahora, me hace mucha falta.
Saludos a todos -si es que hay algún todos-
Damaris