вторник, сентября 25, 2007


A miles de kilómetros de distancia, alguien pronuncia mi nombre al aire. Pasa como un flashazo, imperceptible para los desprevenidos, para todos aquellos para los que esa voz, diciendo ese nombre, no significa nada, sólo los ocho o diez segundos que ocupa en las ondas radiales. Pero ese nombramiento llega lleno de besos y abrazos. Aquí, en este lugar casi antiséptico, reconocer una voz que no escucho hace cientos de años, me estremece un poco. La persona dueña de esa voz tiene una vida que desconozco casi por completo: sólo alcanzo a imaginar retazos, y a base de esos retazos, he ido hilvanando una historia, casi como si estuviera cosiendo una sobrecama de empates. No sé cuánto de real hay en la vida que le he inventado a esa persona. En esa vida, incluso, estoy yo. Tenemos conversaciones imaginarias, largas y distendidas como las que en verdad podríamos tener en la vida real, o en la vida que ven los demás. No recuerdo ahora cómo logré tal empatía con esta persona. La conocí hace más o menos, 15 millones de años. Yo era una niña dulce que venía de otro planeta, que desconocía por completo la realidad. Mi planeta era muy parecido a una pecera. Todo era perfecto y controlado dentro de las paredes de cristal en la que vivía. Incluso, sospecho ahora que nos ponían motivos alegres, cuadros hermosos donde era posible la esperanza, para que miráramos. Un día, salí. Y me encontré sola, con una maleta enorme, frente al mar. Quería entonces abarcarlo todo, pero por más que abría mis brazos, algo quedaba siempre afuera. Aprendí a vivir así, mirando las olas e imaginando cómo sería todo más allá. Aprendí a vivir también con una maleta detrás de la puerta. Renuncié a la pecera, al mar y me pinté alas. Desde entonces he vivido más de una vida, tal vez cuatro o cinco. Tal vez miles. En ninguna ha estado esta persona. O ha estado en todas. Es una presencia que no necesita ser. Un día hablamos mucho del futuro, de ese futuro que nos estaba separando ya antes de existir. Pero no hubo tristeza. Sabíamos que en algún lugar, algún día, nos reencontraríamos. A veces no es necesario poner punto final, ni siquiera punto y seguido. Bastan dos puntos para que todo adquiera lógica, para que todo sea tan natural como el mar rompiendo en el malecón, o la lluvia rodando calle abajo. Esta persona tiene nombre, una profesión.Tiene sueños y muchas dudas, muchas dudas. Pero también me tiene a mí, como me tienen todas las personas que han quedado en algún sitio del camino, las que han cruzado la calle, las que se han mudado de barrio, han cambiado de rostro, o sencillamente, las que han quedado sentadas frente al mar.

вторник, сентября 18, 2007

LASA 2007.




Personajes homosexuales en las novelas de Hernández Catá y Ponte: puntos de contacto a casi 80 años de diferencia




Cuando en el año 2002 se publica la primera novela del escritor cubano Antonio José Ponte, titulada Contrabando de sombras, el tema de la homosexualidad era ya frecuente en la literatura cubana. Desde fines de los 80 la temática había aparecido en novelas, cuentos y poemas, pero no fue sino hasta que en 1993 Tomás Gutiérrez Alea llevara al cine el cuento de Senel Paz “El lobo, el bosque y el hombre nuevo”, que se comenzó a hablar en voz alta de la existencia de los homosexuales. Fresa y Chocolate, la película de Gutiérrez Alea, marcó un antes y un después en la cultura cubana, porque a diferencia de la literatura, el cine llega a un número mucho mayor de personas y la película se convirtió en todo un fenómeno de difusión tanto en Cuba como en el extranjero.
Uno pudiera pensar entonces que las puertas de la aceptación a la homosexualidad estaban abiertas, o al menos comenzaban a estarlo, en Cuba, luego de más de tres décadas de censura, represión y persecución.
Pero para Vladímir, el protagonista de Contrabando de sombras, el rechazo social e institucional vuelve una y otra vez bajo la forma de un sueño: el sueño de una barca que navega llena de hombres hacia Cayo Puto.
El narrador describe el sueño de Vladímir así, y cito:
soñó con el mar de noche y en medio del mar, con un cayo que se distinguía por unas luces de fogatas. En una de las fogatas calentaban brea como si fueran a emprender la reparación de un bote. En el centro del cayo había una jaula. Dentro de ésta, un grupo de hombres encadenados. Vertieron brea caliente sobre la piel de los hombres, llenaron de plumas las bocas que gritaban, descargaron sobre las quemaduras puñados de plumas. Brea y plumas formaron un amasijo sobre la piel de aquellos hombres hasta volverlos irreconocibles. Una barca iluminada con hachones cargó con todos ellos. Las fogatas se consumieron una a una… Fin de la cita.
Al principio, Vladímir no puede descifrar su sueño, pero sabemos que el referente real de este sueño son los 18 acusados de amujerados y condenados por la Inquisición en el siglo XVII. Como nos cuenta Fernando Ortiz en su libro Historia de una pelea cubana contra los demonios, este fue el único caso, al menos documentado, de quemados en la hoguera en Cuba por la Inquisición.
Es Criatura, otro de los personajes de la novela, quien casi en las últimas páginas devela el misterio del sueño a Vladímir. Le dice al joven, y cito:
“¿No encuentras ninguna relación entre tu sueño y la visita que hiciste al Ministerio? ¿O piensas que no llega a interceptarse lo que hacen dentro de esa villa y lo que ocurre en el cayo cada vez que alguien lo sueña? Vladímir preguntó a Criatura por qué lo habían trasladado de la estación de policía al ministerio, qué buscaban con ello. El viejo metió sus manos dentro del abrigo. –El camino a Cayo Puto –pronunció lentamente”. Fin de la cita.

La nueva inquisición es la policía dentro de la novela; la barca llena de amujerados es el camión de homosexuales detenidos que son llevados hacia los centros de detención, los nuevos Cayo Puto.
Pero Vladímir no es el único que en la novela siente el peso del dedo social acusador en su contra en hechos concretos: detenciones, marginación, falta de espacio vital… Los otros personajes homosexuales de la novela también son rechazados y perseguidos. Renán, quien muere en un accidente de carretera, tiene que refugiarse en el cementerio para hacer el amor con su pareja, un dibujante que luego lo abandonaría. La familia de Renán rechaza a sus amigos homosexuales, al punto de que a su entierro el único que puede asistir es Vladímir, y de la mano de una amiga común, Susan, para no levantar sospechas. El primer amante de Vladímir, Miranda, muere ahogado en condiciones no muy claras en la piscina del preuniversitario al que ambos asistían, en medio de un ambiente de hostilidad y vejaciones. Su último amante, César, huye de su pasado, de su propios fantasmas, y como los otros, cuyos nombres no conocemos, encuentra la posibilidad de tener otra vida dentro del cementerio.
La novela nos abre la puerta a otro mundo: traspasar las murallas del cementerio es entrar en ese mundo donde ocurre lo que no puede fructificar a la luz pública. Al cementerio acuden los homosexuales para vivir, en la ciudad de los muertos, su pasión y su amor, con ese sentido de finitud que relaciona al placer con la muerte, tal y como nos propone George Bataille.
De todas las posibles y variadas lecturas que nos ofrece Contrabando de sombras, la sexualidad no es, ni de lejos, la más conflictiva. Lo que está en tensión en la novela no es la asunción de la sexualidad. Los personajes son homosexuales asumidos. No hay ningún tipo de conflicto interno en ello. Aunque esto no los hace ni más felices ni más libres. Asumirse no significa ser aceptado. Lo que está en conflicto es precisamente cómo vivir esa sexualidad, que ya se ha asumido sin culpas, libre y públicamente. Sobre los personajes pesa la tradición judeo cristiana que ha impuesto una mirada de rechazo en los ojos de la sociedad; y pesa también, quizás con más fuerza, la mirada censora del poder. La homosexualidad se ha convertido en una figura delictiva y los homosexuales son detenidos y llevados a la prisión. Igual que tres siglos antes hiciera la Inquisición, ahora los homosexuales son llevados a la cárcel, a esa especie de Cayo Puto donde son recluidos y apartados de la sociedad, como delincuentes o como enfermos, da lo mismo como se les considere desde el poder. En todo caso, son segregados, y sobre todo, advertidos.
Aunque tal vez Vladímir ha leído el fragmento del libro de Fernando Ortiz que citaba hace un momento, la represión a la homosexualidad tiene para él referentes más concretos y cercanos. No se trata sólo del cartel en su escuela, del suicidio de Miranda, a quien además tuvo que repudiar y desconocer públicamente para salvarse. En la memoria histórica colectiva también están presente hechos cercanos, como la redada que se hizo en contra de los homosexuales a mediados de la década del 60, en las llamadas Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP). No sólo se llevaban a los homosexuales, también a los religiosos, hippies y en general, a todo aquel que según la ideología de entonces, pudiera representar un peligro para la construcción de la revolución.
José Quiroga en su libro Tropics of Desire, se acoge a la tesis de Andrew Parker, en su libro Fear of a Queer Planet, según lo cual la identificación que la Revolución estableció entre homosexualidad y contrarrevolucionarios, o lo que en la calle se ha conocido siempre como: “los revolucionarios no son maricones”, tiene más que ver con una interpretación del 18 Brumario de Carlos Marx que con algún atavismo homofóbico heredado vía la Iglesia. Aunque la sociedad cubana era homofóbica desde antes del 59, la institucionalización silenciosa de esta homofobia encontró un pilar importante en la lectura de Marx, lo que permitió mantener la misma postura hacia la homosexualidad, pero rompiendo con la tradición católica institucionalizada. En este sentido, Quiroga añade que después del 59, el discurso social en contra de la homosexualidad se institucionalizó y se politizó debido al carácter homogéneo que se le dio a la idea de nación, así como a la creciente militarización del país. En hechos como las UMAPs, o el éxodo por el Mariel en el 80, los homosexuales eran presentados por el discurso social como una amenaza a la estabilidad de la producción y de la nación.
Entre 1928, cuando por primera vez una novela gira por entero alrededor de un personaje homosexual, y el 2002, cuando aparece la novela de Ponte, ha pasado mucho tiempo. Pero tanto en El Angel de Sodoma, de Alfonso Hernández Catá, y en Contrabando de sombras, de Antonio José Ponte, para los personajes homosexuales sigue existiendo la mirada acusadora, discriminatoria. Ni José María, el personaje de Catá, ni Vladimir, el de Ponte, pueden alcanzar una realización plena. Ambos son excluidos y rechazados por la sociedad –en el caso de José María- y por las instituciones de poder político, en el caso de Vladímir. Son más los puntos en común que las visibles diferencias. José María llega a la conclusión de que sólo cambiando su identidad, tal como ha hecho su hermano Jaime, podrá ser él mismo, y por eso huye a París, a comenzar una nueva vida donde no pesen el apellido, la familia ni las tradiciones de su pueblo. Pero hasta París llega el dedo acusador del pueblo; la persecución no ha acabado y José María decide que es mejor morir a tener que regresar a vivir una vida falsa. José María recibe una carta de su cuñado, Claudio, quien le informa de la muerte de su hermano Jaime, contrabandista en las aguas de la Florida, pero le advierte que es mejor no decírselo a nadie. Y cito: “¿Para qué? Cuanta discreción se tenga en las cosas atañaderas al honor familiar es poca.” Fin de la cita.
En El Angel de Sodoma, los tres pilares de exclusión de la homosexualidad, a saber: ciencia, ley y religión, están presentes tanto en los paratextos que conforman el prólogo y el epílogo del libro como en el mismo título. En el prólogo y en el epílogo, en la segunda edición de 1929, se compara la novela con un libro de ciencias y se advierte la necesidad de hablar de “ciertos temas”. Escritos por el médico y ensayista español Gregorio Marañón y por el abogado Luis Jiménez de Asúa, respectivamente, estos paratextos pretenden dar al libro una autoridad científica para así evitar acusaciones morales por su contenido. Y cito:
el libro de Hernández Catá que, después de su inicial viaje triunfador por el público y por la crítica vuelve ahora a emprenderle en esta segunda edición, es la primera obra importante que en nuestra lengua se ha construido sobre el argumento de una aberración de la sexualidad, eliminada por inmoral y monstruosa del reino del arte… su aparición coincide con la de los primeros libros científicos en que se aborda el estudio de ese mismo problema… Fin de la cita.
El prologuista va más allá incluso y habla de conclusiones científicas que relacionan la homosexualidad con la anormalidad. Pero estamos hablando, claro está, de 1929. Por eso el final no podía ser otro: José María tenía que rendirse ante el peso de la moral social.
Como la esposa de Lot, José María tampoco se puede salvar al no poder evitar mirar hacia atrás, al no romper los lazos con el pasado, con su pueblo y sus obligaciones familiares y sociales. José María pasa por diferentes etapas: primero le sorprende su homosexualidad, cuando un día en el circo presta más atención al acróbata que a la muchacha que también hacía piruetas en el aire. Al principio intenta negarse a sí mismo y adopta posturas y actitudes “varoniles”: fumar, hacer ejercicios, un modo peculiar de caminar. En fin, trata de convertirse en un chico rudo. Luego se da cuenta de que esto no va a ser posible. Al hacer un repaso de su vida, se da cuenta de que siempre fue así, con actitudes más “femeninas” que masculinas. Al aceptarse tal como es, culpa de su “diferencia” a la biología, a algo que salió equivocado en su formación biológica.
Vladímir no tiene estos problemas. Cuando llegamos a él, es un hombre joven, con una sexualidad absolutamente definida. Sin embargo, al igual que José María, pero muchos años después, también se siente perseguido por el pasado, por episodios de su propia vida o episodios históricos, episodios que han sido reprimidos y censurados. No es sólo el sueño con los hombres que son trasladados al cayo, sino también la muerte de su amante de la adolescencia, Miranda, a quien Vladímir cree reconocer luego en César, su nuevo amante; es el letrero de maricón que habían escrito años antes en su closet, cuando él era aún estudiante, y que también aparece ahora en la pared de su apartamento; son los libros robados sin que haya evidencia de que alguien entró a su casa, la aparición de un pedazo de libro que se había llevado Renán la noche antes de su muerte.… Todos estos hechos que parecen tener conexión de uno u otro modo con el pasado, comienzan a ocurrirle a Vladímir exactamente después de la muerte de su amigo Renán, en un accidente automovilístico. Renán le ha dado a Vladímir –aunque él tardara en entenderlo- la clave para sobrevivir; le ha dado una opción. Pero para Vladímir y para sus amigos, solo es posible huir en una dirección: hacia el cementerio, y ahí, en el imperio de la muerte, es donde podrán vivir. Su decisión es también la de José María: renunciar o no a vivir a la única vida que quieren vivir. José María encuentra su final en los rieles del tren; imposibilitado de regresar a la hipocresía, opta por la muerte; Vladímir tendrá que subirse a la barca de los condenados: o lo que es lo mismo, saberse marcado desde el poder, refugiarse en las sombras, entre los muertos, para poder vivir.
Contrabando es a la vez una novela fantástica y una novela realista. Ahí está contenida, y condensada, toda la realidad actual cubana, incluso sus obsesiones y temores, pero también hay idas y venidas a otros mundos: la muerte, el pasado, lo onírico, que servirán para ir dando respuestas a los personajes, quienes cruzan de planos reales a planos de la fantasía con naturalidad, y aceptan la presencia de lo sobrenatural como algo normal. La novela declara, desde el comienzo, ese camino indefinido entre lo real y lo fantasioso: y cito: “esa noche hablaron de lugares imposibles en la terraza que da al cementerio”, fin de la cita.
Y esos lugares imposibles son el único resquicio posible de libertad.

понедельник, сентября 10, 2007


CANADA. PRIMERAS IMPRESIONES.

De regreso de Canadá, casi sin energías y con un montón de trabajo acumulado, no quiero posponer escribir algunas de las impresiones del viaje. Lo más lamentable fue la ausencia de Mariana, mi hija mayor. No tiene pasaporte -gracias a la "generosidad" de cierta persona (pero esa es una historia demasiado oscura para contarla en público) y por tanto, no puede salir del país-. A Mariana le hubiera encantado la ciudad y el viaje en general. Hecha esta lamentación de rigor, tengo que confesar que la ciudad me encantó. La conferencia a la que fui -Latin American Studies Association- no fue ni de lejos lo que yo esperaba. Aunque en verdad estuve todo el tiempo tan desvinculada de todo que tampoco puedo tener una impresión muy fiel de lo que pasó. Pero de cualquier manera ahí estuve, presentando un panel donde Laura y yo tuvimos que hacer malabares para que fuera mínimamente decente. La experiencia, definitivamente, fue buena porque me enseñó dos o tres cosas que ignoraba y que son esenciales para que ciertas cosas funcionen. Otro de los saldos buenos fue que conocí a gente que me interesaba conocer, gente que ha estado trabajando temas que me interesan y a los que he leído más o menos con bastante frecuencia, pero no tenía idea de quiénes ni cómo eran. Alfredo es definitivamente el maestro de las relaciones públicas, y esa es una faceta que no le conocía a mi gran amigo. A él y a Daniel les agradezco mucho lo que hicieron por mí en Canadá. Por razones de logística no pude ir a ninguna de las pocas conferencias que me interesaba ir -otra cosa más en la maleta de la aprendizaje: nunca debo llevar a una bebé a este tipo de eventos: es agotador para ella y para mí sobre todo, además de que ata de manos y pies-.
La parte turística: Montreal es una ciudad en que la podría vivir. Tiene un cierto encanto que no sé definir bien. No sé si es la mezcla de gente de todas partes del mundo que se puede ver ahí, o que casi todos sean bilingues y acepten que uno mal hable un idioma sin mayores traumas. O es el ritmo de la ciudad: ver a la gente en las paradas, esperando la guagua para ir a trabajar, o en bicicleta, de ida o vuelta a la escuela con la mochila al hombro, o el barrio chino, o la parte vieja de la ciudad... Supongo que es eso y es mucho más. Creo que también tiene mucho que ver el hecho de cómo me trataron en la frontera: como una persona, sin acoso, sin miradas de sospecha, y también el apartamento minúsculo donde me quedé, en el centro de la ciudad, tan pequeño, tan íntimo y acogedor.
De regreso de Montreal me entero que mi prima Dayne tiene una gran amiga en esa ciudad, que además, fue muy amiga de mi hermana también; me entero de que Bill, un amigo de Bosnia que vive en California, a quien conocí en San Pedro, Belize, estuvo viviendo también en esa ciudad por muchos años y que su hermana aún vive ahí; me acordé también que una amiga que tuve en la universidad, Mai Tu Anh, vivía hace algún tiempo en esa ciudad -ahora no sé si siga ahí o dónde pueda estar-. Definitivamente, una semana no fue suficiente para conocer la ciudad: los dos primeros días fueron totalmente perdidos entre la inscripción, el cuidado de Carmen y el poco tiempo que me quedaba para terminar un paper que al final resultó un desastre. Tampoco fue suficiente el tiempo con Laura, me hubiera gustado pasar más tiempo juntas, poder hablar con calma y sin apuros. Pero no se pudo. Me hubiera gustado conocer otras partes de la ciudad y no sólo el reducido perímetro que alcanzaban mis pies.
Pero no me quejo: al menos tengo ahora varios libros que me mandaron de Cuba, películas, música, fotos y cartas. Y quizás por eso, por abrazar a Laura y por conocer la ciudad, valió la pena el viaje de más de 48 horas por carretera.
Hay muchas otras impresiones por compartir. Pero tampoco ahora tengo tiempo.