Vivo en un país distinto en cada estación del año. Del verano al invierno, de la primavera al otoño, la ciudad se convierte, como tocada por la varita mágica de un hada caprichosa, en algo diferente. No sólo cambia el paisaje, la vegetación y los animales que ocasionalmente pueden llegar a verse cerca de las casas, en los jardines o carreteras. También cambia la gente: su humor, su disposición. Si tuviera que escoger una estación para vivir, escogería el otoño: la caída de las hojas de los árboles, la transformación que ocurre frente a nuestros ojos y que podemos contar incluso en minutos, ese movimiento en cámara lenta del que somos testigos, nos da la medida exacta de lo momentáneo que es todo, lo inabarcable, lo indetenible. En otoño aún no hace el frío insoportable que llegará unos meses después, pero ya ha quedado atrás el verano con sus insectos, sus mosquitos. Es una época vivible. La policromía de los árboles es increíble, y tiñe todo de otra dimensión, una especie de pintura dentro de la que vivimos por unas pocas semanas: el otoño es breve, como debe ser todo.
A veces tengo la sensación, en diferentes estaciones, que vivo en una ciudad fantasma. Claro, ésta es una ciudad "de campo". De repente, con bastante frecuencia, la ciudad se deshabita, no sólo con la regularidad de nuestros semestres de cuatro meses, a los que siguen las vacaciones. No. También se deshabita en las tardes, por ejemplo. Es difícil ver a la gente caminando por la calle, más allá del centro de la ciudad, o del mall. En mi calle, si voy caminando a la farmacia, o al café de la esquina, la única caminante seré yo. Y esto provoca la ilusión de tener una ciudad a mi disposición, de ser la única habitante de este lugar. Quizás lo sea, y aún no me he convencido de ello.