понедельник, августа 20, 2007





Dean. Categoría 5.
-o mis razones para la nostalgia-

En unas horas más el huracán Dean tocará tierra en Chetumal o muy cerca de ahí. Yo viví en Chetumal 7 años y medio. Es mucho tiempo, lo sé. Allá tengo muy buenos amigos, muy queridos. Y por ellos estoy preocupada. Yo sé lo que es un huracán. En 1998, cuando el Mitch acabó, literalmente, con varios pueblos de Honduras, Nicaragua y Guatemala, en Chetumal el gobierno había mandado a traer bulldozers y sacos para recoger a los muertos que se esperaba que hubiera. Chetumal no es una isla, pero está al nivel del mar, y rodeada de agua por todas partes.
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Esto lo comencé a escribir pocas horas antes de que Dean tocara tierra en Chetumal, pero nunca lo publiqué porque esa misma noche acá, a miles de kilómetros de distancia, también comenzó a llover y a tronar y decidí que era mejor esperar al otro día.
Una vez más, Chetumal se salvó. Y es que ya son varias las ocasiones en que la ciudad, de unos 150 mil habitantes, ha estado a punto -literalmente- de quedar sepultada bajo las aguas.
Chetumal es una ciudad bastante apacible que vive básicamente de los puestos burocráticos del gobierno y de la Universidad de Quintana Roo. Frontera con Belice, sus habitantes se han beneficiado durante varios años ya, del bajo precio de la gasolina en la zona libre de Corozal y de otros productos sin impuestos que se venden ahí.
Ir a "chacharear" a la zona libre era una de mis actividades preferidas cuando tenía que hacer algún reportaje para el periódico en el que trabajaba. Era una buena justificación y casi siempre volvía a casa con algo que había comprado y que al llegar me daba cuenta que no necesitaba en absoluto.
La primera ciudad que mi madre conoció fuera de Cuba, fue Chetumal -aunque aterrizó en Cancún la estancia ahí, en ese lejano 1998, fue muy breve-. Y en Chetumal estaba ella conmigo cuando el huracán Mitch iba a acabar con la ciudad. Recuerdo que esa vez tapamos las ventanas y puertas de la casa donde vivía con unas tablitas tan viejas y unas puntillas tan oxidadas que el nivel de protección que aquello podría ofrecernos era nulo. Mi mamá me decía: "vamos a amarrarnos con una soga para que el huracán nos lleve juntas". Pero el huracán no nos llevó, ella regresó a Cuba con mi padre y mi hermana y yo me quedé viviendo otros seis años en la ciudad.
De Chetumal, además de caminar por las calles del centro, lo que más me gusta (ba) era la Laguna de Bacalar. Una laguna preciosa, a la que llaman "de los siete colores" porque sus aguas tienen varias tonalidades, según esté el clima y según la profundidad de las aguas. A orillas de la laguna siempre quise vivir.
En Chetumal se quedaron no sólo amigos y personas muy queridas para mí, sino también muchos de mis libros, mis discos, fotos y un largo etcétera que sería tedioso mencionar. No sé si alguna vez regrese a Chetumal. Tal vez nunca. No sé si alguna vez pueda tener conmigo algunas de las cosas que quedaron atrás. Pero en todo caso la imposibilidad de regresar y el saber que están ahí, en algún lugar, muchos recuerdos míos, son razones más que suficientes para la nostalgia.

среда, августа 15, 2007


¿Y ahora qué?

Se supone que un blog es para decir cosas. Se supone que esas cosas deben ser dichas con una periodicidad decente. Se supone, incluso, que las cosas que uno diga sean interesantes no sólo para uno, sino que hagan que quien las comience a leer, las termine. Pero resulta que de un tiempo a esta parte no tengo nada que decir. Y de repente me pregunto si he tenido algo que decir alguna vez. Ahora, por ejemplo, he de confesar -no que he vivido (jejeje, malito el chiste)- que estoy escribiendo solo para complacer a alguien que me ha venido pidiendo que escriba. Me lo ha venido pidiendo desde hace días, semanas. Incluso me propone temas. Y tengo también que decir que ese alguien es Cristián, quien sabe o al menos imagina, de qué debería escribir yo. Debí escribir cuando me robaron la bicicleta, por ejemplo: me puse triste y me ha entrado una depresión que no puedo mirar otra bicicleta sin que me dé una tristeza tremenda. O debería haber escrito del fin del curso de ruso -ya sé leer una oración en voz alta de corrido, sin trabarme! Incluso me sé alguna que otra canción ¿la canto? антошка антошка пойдём копат картошку! (fin, es muy difícil escribir con el alfabeto cirílico). El curso fue bueno; fue bueno estar en la clase de Irina, una mujer super inteligente. También debí haber escrito de mi encuentro, después de tres años, con una de mis mejores amigas, Silvia Hernández, y del viaje hasta Milwaukee para verla -claro, de regreso nos perdimos, como siempre. Y eso valdría otra historia-. O de la exposición de 43 pinturas de Pisarro en el Museo de Arte de Milwaukee. O de los koalas en el zoo, que dejaron a Mariana con la boca abierta. O de la casa nueva a la cual nos mudaremos en breve, situada en una calle de un nombre precioso: Praire du Chain -La pradera del perro. Creo que es el único nombre en francés en toda la ciudad-. O de la llegada de Arturo a Iowa -Arturo es un ex compañero de la univeridad de La Habana, a quien no veía hace exactamente 13 años. Ahora seremos compañeros en el doctorado-. Es decir, cosas han pasado. E incluso hay otras por pasar que me tienen muy emocionada pero esas no las cuento porque soy muy superticiosa y creo que cuando uno anuncia las cosas, se salan. Pero creo que a nadie le interesa lo que yo pueda decir. Sinceramente, de lo único que tengo ganas ahora es de callar. Pero no lo haré por un motivo muy poderoso: amo a Silvia profundamente, y reencontrarla, no sólo físicamente, sino sentirla tan cercana, tan amiga, ha sido uno de los momentos más especiales que he vivido últimamente. Por eso voy a publicar algunas fotos de nuestro encuentro. De todas mis vidas pasadas, lo que más extraño es las largas conversaciones en un café con Silvia, la sensación, al llegar a su casa, de que estaba en terreno seguro, en mi propia casa. Ven? Creo que la próxima vez que escriba voy a hacerlo sobre ella.