Feliz cumpleaños, hermana.
Hace 12 años mi hermana cumplió años por última vez. Tenía entonces 25 años. ¿Cómo se ve la vida a los 25 años? A veces intento comprender y sentir cómo veía ella la vida a esa edad. Me recuerdo a mí misma cumpliendo 25 años, ya lejos de mi familia, en otro país, en otra lengua. Sola. Ella no: ella cumplió sus 25 años con los que más quería. Ha pasado mucho tiempo y ahora no recuerdo si hablé con ella ese último 24 de marzo. La memoria nos va poniendo trampas y hay recuerdos que se escapan. Esa imposibilidad de atrapar ciertos recuerdos, recuerdos que nos son necesarios para poder mantener nuestro pasado vivo, es frustrante, dolorosa. A veces, incluso, olvido el tono de su voz y por más que me esfuerzo, sólo llegan a mi memoria sonora las voces de muchas otras gentes, algunas incluso fuera de mi más cercano círculo, personas con las que tal vez he cruzado un par de palabras. Y son esas voces las que crean una barrera, que intento apartar y no lo consigo. Busco romper esa barrera, descubrir un pequeño recuerdo sonoro y halar de él, como si recuperando ese pedacito de voz pudiera recuperar a mi hermana. ¿Cómo sería mi hermana hoy? ¿Qué estaría haciendo? Yo misma he cambiado tanto en estos doce años! He venido a otro país, el tercero desde que salí del mío -ja, como si en realidad se tuviera un país como se tienen unos zapatos, un libro-; he comenzado una carrera distinta, tengo dos hijas; soy huérfana de padre y hermana; madre de mi madre. Doce años son mucho tiempo, si se miran desde afuera. Pasan muchas cosas, también por fuera. Tal vez mi hermana se hubiera dedicado a la traducción, como quería. Tal vez aún siguiera esclava de su trabajo en el turismo. Tal vez se hubiera ido ya para otro país. Tal vez, tal vez. No hay respuestas para tantas preguntas. Los amigos más cercanos me decían, hace ya casi doce años, que el tiempo cura el dolor. Y no es cierto. Se aprende a esconderlo, a disimularlo, a vivir con él. Mi hermana muere cada día, con la más absurda de las muertes, la más injusta. Por más que yo la mantenga viva en mí, por más que hable cada día con ella, nunca la puedo recuperar del todo. Mis hijas no conocen a su tía "Lili", como le llaman, y aunque en la casa se hable de la tía Lili como una tía real, para mis hijas esta realidad se reduce a comprarle flores y ponerlas por toda la casa. Mi hija pequeña, hace unos pocos días, le decía a mi mamá que no podíamos comprarle flores a tía Lili ahora porque no iban a durar hasta que pudiéramos llevárselas. Mis hijas nunca sabrán cómo es realmente mi hermana, cómo se sienten sus abrazos, cómo es su voz, o cómo huele su pelo. Para ellas, la tía Lili es una foto, inmóvil, casi siempre con flores, de una muchacha linda que vive en el cementerio.