среда, марта 21, 2007



Las trampas de la memoria.

Desde la segunda mitad de la década de los noventa, la literatura española, en mucha mayor medida que antes, se ha abocado al tema de lo que, con todas las reservas que tal definición merece, se ha dado en llamar “recuperación de la memoria histórica”. Esta memoria se refiere tanto a la Guerra Civil Española (que como sabemos tuvo lugar entre 1936 y 1939), así como al largo período de posguerra, que abarcó desde entonces y hasta la muerte de Francisco Franco a finales del año 1975. Para algunos críticos, como Luis Martín Estudillo, por ejemplo, esta generación “post momento X”, está más estrechamente vinculada al contexto cultural, social e histórico que su antecesora. O dicho en otras palabras, ha dejado atrás el hedonismo que caracterizó a la sociedad española de los años 80, cuya expresión más visible fue lo algunos han llamado la movida madrileña. En literatura, por ejemplo, este espíritu está reflejado en Historias del Kronen, de José Angel Mañas.
Con este florecimiento, a partir de los 90, de la literatura de la memoria -por darle algún nombre al asunto-, se pone en evidencia lo que ya Hyden White, desde los años 70, venía anunciando: la erosión de las fronteras entre la historia (o la historiografía), y la literatura, o la confluencia de ambas ramas a partir de un mismo sistema discursivo basado en los tropos. Es en este espacio donde se inscriben algunas de las novelas más recientes de la literatura española, que incluye, además, la eclosión de literaturas escritas en otras lenguas diferentes al castellano, como el euskera, el catalán o el gallego, por decir algo.
White también apunta, en su libro El texto histórico como artefacto literario, que mientras más conocemos del pasado, más difícil es hacer generalizaciones sobre el mismo. Y creo que en este sentido es donde ocurre la bifurcación entre la historiografía –que se hace siempre desde el poder, desde el bando de los vencedores y pretende tener un carácter homogéneo, de bloque acabado- y la memoria. La memoria, incluso la colectiva, no es una sola, coherente y bien estructurada, sino que existen tantas memorias como personas son capaces de tenerla. Pero hay más: también está la post-memoria, según la denominación de Marianne Hirsch: aquella que, aunque no es nuestra porque no la hemos vivido directamente, nos pertenece tanto como propia. Y es lo que oímos de nuestros padres, de nuestros abuelos, una especie de herencia sin mayores trámites. Marianne Hirsch apunta que esta herencia recibida es tan válida como la vivida porque nos pone en contacto con una realidad, con un tiempo que aunque no sean nuestros, llegan a ser apropiados dentro de nuestra memoria.
Si bien es cierto que estos autores –y me refiero a los españoles en general-, entre los que cabría mencionar a Bernardo Atxaga (Obabakoak y El hijo del acordeonista), Javier Marías (Mañana en la batalla piensa en mí), Javier Cercas (Soldados de Salamina), Antonio Muñoz Molina (Sefarad), Benjamín Prado (Mala gente que camina) y otros muchos, se han abocado a traer de vuelta al presente historias relacionadas con el largo período de silencio y censura que caracterizó la dictadura franquista, lo han hecho sobre la base de todo lo investigado por la generación anterior. Santos Juliá afirma que el mérito de estos autores radica en intentar hacerle justicia al bando de los derrotados de la guerra civil, que a fin de cuentas fue el mismo bando de los reprimidos y censurados durante la dictadura. Estos hijos de los que ganaron la guerra, lo que podríamos llamar la segunda generación, han realizado una importante labor investigativa, en cierto modo como expresión de rebelión en contra de sus propios padres, que mantuvieron un largo silencio.
Según Maurice Halbwachs, la memoria está determinada por marcos sociales específicos, como la religión, la clase social y la familia –e incluso, me atrevería a añadir otros, como la sexualidad, las preferencias políticas, la educación…- Además, la memoria tiene otros marcos sociales generales como el espacio, el tiempo y el lenguaje, relativos a cada grupo social distinto, que crean un sistema global de pasado, que permite la rememorización individual y colectiva. Es decir que, cuando se recuerda, se hace por medio de las claves específicas que se corresponden a los grupos en los que o sobre los que se esté recordando, pero también por medio de la aceptación implícita de marcos más amplios que prescriben determinadas configuraciones básicas sobre el espacio, el tiempo y el lenguaje. Recordar implica, así también, asumir una determinada representación de la temporalidad, el espacio y el lenguaje.
Halbwachs coincide con Hayden White al afirmar que “los historiadores tratan de reconstruir el pasado mientras que los escritores lo escriben” –entendido el acto de escritura como una construcción ficticia-. Ambos ven a la memoria social como la tradición, o más bien, como un conjunto de nociones. La Historia, con mayúsculas, pues, se ubica al margen de los grupos sociales y su función esquematizadora tiene un fin didáctico o adoctrinador, según el uso que se le dé. Pero en todo caso, se trata de una especie de construcción un tanto artificiosa e impositiva. Para Halbwachs, hay que diferenciar la Historia de la memoria colectiva por el alcance, sobre todo temporal, de cada una de estas categorías. Mientras la Historia es presentada como la memoria universal del género humano, o al menos de una parte de éste, parcelado en estados, países o regiones, cada memoria colectiva corresponde únicamente a un grupo limitado en el espacio y en el tiempo.
Del mismo modo que el historiador (re) construye un mundo de palabras a partir de ciertos hechos, el narrador ficcional crea mundos donde es posible reconocer hechos públicos. Tanto para el historiador como para el escritor, la base sobre la que se construyen sus historias, interpretaciones o representaciones es el criterio de selección para elegir determinados hechos y no otros, y establecer una relación de causa-efecto entre ellos.

pd. La figura que aparece al principio, como todos deben saber, se trata del Angelus Novus, de Klee, que Walter Benjamín compró en 1921, y que llevaba a todas partes. En él se basó para escribir su conocida Tesis sobre el Angel de la historia -aunque a decir verdad, lo que describe en la tesis poco tiene que ver con el cuadro-.

воскресенье, марта 11, 2007

LA CIUDAD



Vuelvo ahora -después de un "interludio" demasiado personal- a uno de mis temas predilectos: la ciudad como mapa, como cuerpo también, como espacio por conquistar y donde somos conquistados. Habitamos una y muchas ciudades al mismo tiempo: la propia, cuyo mapa está trazado por las vivencias y expectativas personales, y las de los demás, que puede o no coincidir con la nuestra. ¿Poseemos a una ciudad o una ciudad nos posee? Como habitantes de una ciudad, nuestra vida está en función de ella: lo que somos, lo que hacemos, depende mayoritariamente del espacio físico en que nos movemos laboral y socialmente. Los sitios que frecuentamos, las personas que conocemos y con las que nos relacionamos, el trabajo que hacemos, no son completamente, siempre, nuestra opción: están ahí y van moldeando nuestras acciones. Sin embargo, la ciudad también se va definiendo por el uso que le damos a esos espacios específicos, de tal modo, por ejemplo, que no es lo mismo un teatro en Nueva York que un teatro en la Ciudad de México.
Una ciudad, entendida como megalópolis, es muchas ciudades; un número definido de islas urbanas dentro de las que se mueven sus habitantes. En muchos casos, el ciudadano de la gran ciudad se desplaza en espacios muy concretos, muy limitados, excluyendo otros sitios o destinos, ya sea por razones de seguridad, de tiempo o de dinero. El habitante de la gran ciudad no vive hoy en todo su territorio, sino en uno marcado, específico. Esto tiene que ver, como plantea Armando Silva, con el hecho de que la ciudad moderna no tiene un solo centro o núcleo, sino multiples: “el centro de la ciudad se ha corrido, una y otra vez, y con este desplazamiento suceden también cambios en el modo de representar y recorrer la urbe” (Imaginarios urbanos 16).
En el último siglo, las ciudades en América Latina han crecido de manera desbordante, y encontramos así urbes con millones de habitantes, donde cada día llegan nuevos inmigrantes -no sólo del campo por el desplazamiento económico de quienes creen que en las ciudades encontrarán el sustento del que carecen en sus comunidades rurales, sino por personas de todo el mundo, movidos por los más disímiles motivos-.
La ciudad, como espacio urbano en contraposición con el rural, es el lugar donde se han alterado los estados naturales: la ciudad no sólo se levanta sobre una superficie física que es en muchos casos modificada al extremo, sino también es el sitio donde la sucesión de los días y las noches cobra otra dimension. Con la luz artificial y las opciones recreativas nocturnas -estoy pensando, lógicamente, en ciudades donde esto es posible-, se ha extendido, más allá de la claridad solar, la oportunidad y capacidad de sus habitantes para convivir. En las noches, la ciudad es otra.
Al tratar de definir la ciudad es necesario diferenciar la ciudad como representación artística: musical, cinematográfica, literaria… y la ciudad como espacio físico habitado, donde transcurren las relaciones humanas de todo tipo. Cada ciudad es única, no sólo por su concepción natural, física y arquitectónica y por su historia, sino por poseer además una forma de hablar, de crear, de creer, de vivir, de soñar y de interrelacionarse de sus habitantes. Esto provoca, además, un constante aunque lento reajuste de todo tipo de valores: morales, políticos, estéticos… Sería demasiado simplista, pues, reducir la ciudad a la acepción que dan los diccionarios o a aquella de que nos hablara Angel Rama en La ciudad letrada como la realización material de un sueño de orden social jerárquico en los inicios de la fundación urbana de América Latina.




Referencias:
Giraldo, Luz Mary. Ciudades escritas. Convenio Andrés Bello. Bogotá, Colombia, 2000.
Rama, Angel. La ciudad letrada. Ediciones del Norte. Hanover, Estados Unidos, 2002.
Silva, Armando. Imaginarios urbanos. Bogotá y Sâo Paulo: cultura y comunicación urbana en América Latina. Tercer Mundo Editores.

pd. Como tal vez se den cuenta, mi foto no tiene nada que ver con las ciudades, pero: en primera, tenía ganas de poner una foto mía; en segunda, intenté poner una foto del puente de Tirry, en Matanzas, pero era muy pesada y no podía cargarla; en tercera: el blog es mío!! -en serio, ya pondré otra foto "apropiada" tan pronto pueda. La otra foto que aparece es la calle donde vivía, en Matanzas: Contreras. Saludos a todos.

вторник, марта 06, 2007


Isla soy en una isla
sin mar ni costas suaves donde rompan las olas.
De agrestes rocas están hechas mis orillas.


Vivo en una isla. No hay mar alrededor, sólo infinitos campos de maíz. Tampoco tengo papagayo ni Viernes y soy tan Robinson como él. Mi pequeña isla es también planeta, con muy pocos habitantes: mi madre, Carmen, Mariana y yo. Lo demás -y los demás- son palabras, que pueden ser como nubes: te envuelven, te refrescan, te dan sombra de vez en cuando, pero no tienen consistencia para sostenerte. Somos una isla rodeada de palabras, muchas veces sin sentido, casi siempre sin significado. Tampoco existen puentes en esta isla, ni desde esta isla hacia ningún otro sitio. Nadie nos espera en otra parte. No hay otra parte a la cual ir. Es un vivir para adentro. Y esto me recuerda a Ponte y la tugurización de La Habana. También yo tugurizo.
Cerca del mar uno puede sentarse y nunca está solo: el rumor de las olas y las gotas que pueden salpicarnos el rostro, el cuerpo, son suficiente compañía. Nos hace olvidar la soledad. Pero el maíz no habla, no tiene música, y la monocromía aplasta.
Soy insular. Amo las islas: pequeñas, medianas, grandes. No me gustan los continentes (¿demasiada continencia? ¿exceso de contenido?). Pero necesito el mar. También el sol. Nunca antes había estado realmente aislada. Isla soy. Sin mar. Vacía.